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Israel Galván. El amor brujo: gitanería en un acto y dos cuadros.

Israel Galván. El amor brujo: gitanería en un acto y dos cuadros

Israel Galván. Bewitched love: gypsy features in one theatre act and two paintings

Juan Jesús Torres Jurado, PhD. (1)

(1) Escuela Universitaria de Artes TAI. Universidad Rey Juan Carlos. Madrid, España.

Email contacto: : juan.torres@taiarts.com

 

Resumen: El 29 de mayo de 2020, Israel Galván abriría el XXXV Festival Internacional Madrid en Danza en los Teatros del Canal con su lectura de El amor brujo, la célebre composición de Manuel de Falla. Sin embargo, la pandemia global de covid-19 confinó en casa a gran parte de la humanidad, suspendiendo todo acto compartido y postergando, en una tensa espera, la recuperación de la vida normal. La inquietud de la espera es el arranque de este análisis que pretende mostrar las miras filosóficas en la obra de un bailaor que recupera, a través de su presencia, la supervivencia de lo patológico, incluyendo su arte en la denominada ciencia de la cultura. Este estudio, que parte de su interpretación de El amor brujo, finalmente estrenado en Madrid el 17 de junio de 2020, muestra las implicaciones conceptuales de Galván, que, desplazando con su baile el espacio del culto, indaga, desde una lectura crítica del tiempo, en la herencia del rito y las gitanerías propias del flamenco.

Palabras Clave: Cuerpo, supervivencia, flamenco, tiempo, espera.

Abstract: : On 29 May 2020, Israel Galván was supposed to inaugurate the 35th Madrid International Dance Festival at the Teatros del Canal with his interpretation of El amor brujo, the famous composition by Manuel de Falla. However, the global covid-19 pandemic forced most people to confine themselves at home, abstaining from all social activity and delaying their return to normal life as it became known. The unease of waiting triggered this analysis which intends to exhibit the philosophical views in the work of a dancer who survives the pathological by remaining present, and even recovers his art in cultural studies. This article begins by looking at his interpretation of El amor brujo, which was finally shown for the first time on 17 June in Madrid, and explores the conceptual implications of Galván using his dance as homage and exploring the rituals and gypsy features that are inherent to Flamenco from the critical perspective of time.

Keywords: Body, survival, flamenco, time, wait.


Introducción

El 29 de mayo de 2020, el bailaor andaluz Israel Galván debía inaugurar el XXXV Festival Internacional Madrid en Danza en los Teatros del Canal con su adaptación de El amor brujo, la obra más conocida del compositor Manuel de Falla. Pero la pandemia mundial de covid-19, provocada por un nuevo coronavirus, obligó a gran parte de la humanidad a permanecer confinada en casa y suspender todo acto socialmente compartido, aplazando, en una larga y tensa espera, la vuelta a la vida conocida. Precisamente, el desasosiego de la espera opera aquí como soporte teórico para un análisis que, partiendo de un estudio de su más reciente obra estrenada, tiene como objeto indagar en la labor creativa de un bailaor siempre al borde. Este acercamiento crítico a la labor de Israel Galván es, a su vez, un decidido intento de definición de los fundamentos críticos que sustentan las ambiciones filosóficas y creativas de un artista que usa su cuerpo, y su despliegue en el espacio, para explorar, desde una lectura conceptual del tiempo, las claves formales de la supervivencia de los cultos patrimoniales del flamenco.


Descripción artística

«El amor brujo. Gitanería en acto y dos cuadros» es la interpretación que Israel Galván ha realizado del clásico de Manuel de Falla y la última de sus creaciones personales. Estrenada en 2019 en el XXIII Festival de Jerez, la lectura de Galván de la gitanería compuesta en 1915 por el compositor gaditano, fue la encargada de abrir, el 17 de junio de 2020, el XXXV Festival Madrid en Danza dentro del itinerario Hilo musical / Identidades.  Una hora de audaz coreografía ideada, dirigida e interpretada por el propio Israel Galván, que estuvo acompañado en escena por el cante de David Lagos y el piano de Alejandro Rojas-Marcos, asesorados musicalmente, durante el proceso de creación, por el artista sevillano Pedro G. Romero. La dirección técnica y el diseño del espacio escénico corrió a cargo de Pablo Pujol. Rubén Camacho fue el responsable del diseño de iluminación y Pedro León, el encargado del sonido. El vestuario y la caracterización fueron ideados por Nino Laisné. Este último trabajo, un paso más en la tan compleja como aclamada carrera del bailaor sevillano después de obras reconocidas como La edad de oro o El final de este estado de cosas, redux, ha sido coproducido por Madrid Cultura y Turismo SAU, Comunidad de Madrid y Teatros del Canal; Maison de la musique de Nanterre, Scène conventionnée; Festival de Jerez; dansa.Quinzena Metropolitana; MA scène nationale, Pays de Montbéliard y el Teatro della Pergola, Fondazione Teatro della Toscana.


Análisis previo: Cuerpo y presencia

Israel Galván, como todo bailaor, ahonda en el derroche del cuerpo. Una entrega al movimiento que quiere superar la estética para alcanzar lo que Paul Valéry definió como estésico; el sistema de estimulación estética no basado en el signo, sino en la sensibilidad [1]. El neologismo, herencia de la aisthesis, se refiere a la estimulación de la sensibilidad sin la carga juiciosa de lo bello conmisto a la estética después de Kant. El flamenco sabe bien cómo atemperar, cómo espolear al espectador a ser partícipe del rito. El ayeo inicial no sólo sirve para calentar la voz, también introduce una resonancia trágica y amarga al acto. El ayeo es una de las diversas formas que tiene el flamenco de templarse, de alcanzar la cadencia necesaria para encontrar su temple. Lo que en principio pretende acompasar la guitarra y la voz, en realidad es una ley no reglada por la que se acompasan los actores, por la que se encuentra el tiempo único de la liturgia flamenca. El temple en soledad de Israel Galván transpira como un ejercicio conceptual, como si a través de sus movimientos, de su estudio, surgiese estésicamente lo que Aby Warburg llamó Pathosformel o fórmula de pathos [2].

Cuando en 2005 recibió el Premio Nacional de Danza, la crítica destacaba su indiscutible estilo propio, asentado en una especie de meditada transgresión de los cánones [3]. La rareza de Galván ha sido justificada de muchas maneras; anárquico, arriesgado, revolucionario, emocionante, sabio. Ha sido señalado por dinamitar, desde los cimientos, los fundamentos del baile clásico, de ser el palestino que ha ganado la Intifada del baile con una sola piedra: el talento [4]. Nadie mejor que él sabe de su incorrección; hijo y hermano de bailaores, joven prodigio que se cansó de bailar para jurados, de afilarse ante un espejo para, en algún momento, bailar al revés. Su primer montaje, ¡Mira! Los zapatos rojos (1998), fue un rompedor aviso para navegantes. En La Metamorfosis (2000), lectura simbólica del clásico de Kafka, se empeñó en una obra donde a través de un complicado homenaje a los grandes bailaores, la puesta en escena iba virando, conceptualmente, hasta convertir a Galván en un insecto que baila flamenco. Sus movimientos quieren alejarse de toda danza codificada y por eso se toma la libertad necesaria.

En el baile flamenco, es imperante la vivencia de la presencia. La de Israel Galván acarrea un Nachleben en el sentido warburgiano; una búsqueda incesante de todo el peso de lo antiguo para interpelarlo en el ahora, para discutirlo en su integridad en el momento concreto del despliegue físico. El bailar al revés de Israel Galván es un movimiento de la supervivencia, un ritmo invertido y contrario al movimiento de la vida. El Nachleben se plantea como un síntoma en la insistencia de esos momentos que no atañen a lo esencialmente vivo, tampoco a lo muerto, sino al espacio que tanto interesó a Aby Warburg, el de las formas pasadas que siguen visitándonos [2]. Para que la imagen superviviente ocurra, requiere de un tiempo, de un tiempo superviviente, con sus formas corporales y presenciales. Georges Didi-Huberman se ha erigido, en los últimos años, como el continuador natural de los estudios inaugurados por Aby Warburg que alteraron los cimientos la Historia del Arte. En 1920, Aby Warburg hizo una distinción determinante entre la Historia del Arte (Kunstgeschichte) y la Ciencia de la cultura (Kulturwissenchaft):

“Era necesario abrir el campo de los objetos susceptibles de interesar al historiador del arte, en la medida en que la obra de arte no era ya considerada como un objeto cerrado sobre su propia historia sino como el punto de encuentro dinámico -el relámpago, dirá Walter Benjamin- de instancias histórica heterogéneas y sobredeterminadas […]. Contra toda idea de una historia autónoma de las imágenes –lo que no quiere decir que haya que ignorar sus especificidades formales-, la Kulturwissenchaft de Warburg terminó, por tanto, por abrir el tiempo de esta historia. Haciendo grabar en letras capitales la palabra griega que designa a la memoria (Mnemosyne) sobre la puerta de entrada de su biblioteca, Warburg indicaba al visitante que entraba en el territorio de otro tiempo” (p. 44) [5].

Es a lo que invita Israel Galván, a ese otro tiempo que es el Nachleben, una especie de melancolía reminiscente o lo que, aún dejado atrás, sigue siendo innegablemente presente. Esta supervivencia hace que la ciencia del arte se adhiera a la antropología por tres motivos principales e interconectados; impugna el modelo de evolución sucesiva que la historia incluye en su construcción, abre el campo de estudio de la historia del arte a toda manifestación cultural humana y, sobre todo, abre el tiempo de la disciplina. Para El amor brujo, Galván quería hacer un Falla sin postizos, un paso más en su continuo proceso de reinvención, que es el modo que tenemos de llamar a la reconstrucción del presente a través de diferentes pasados, un juego vertiginoso del tiempo desarbolado en el ahora, en la actualidad. Por eso Galván quería ser atravesado: “Siempre me había llevado la música al terreno que quería. Esta vez es la música la que me lleva a mí” [6]. Galván mide así la tenacidad de la supervivencia; investiga, a través de su presencia, qué queda de la intención de la patología de Manuel de Falla.

¿Cuáles son las formas corporales del tiempo superviviente? La cuestión es central para empatizar la sedición de Galván y poder analizar su arte, o lo que es lo mismo, captar el encogimiento de las muñecas en un braceo o un giro de cintura en un marcaje. El despliegue de Galván tiene, y es eso lo que le sitúa dentro de la esfera del arte contemporáneo, un ansia filosófica sometida a una doble tensión, a una potencia dialéctica por la que los discursos (imagen, gesto y palabra) responden en una estructura compartida, donde el gesto se torna patético: “Pathosformel [que] se constituirá como una noción agitada, apasionada por eso mismo de lo que trataba objetivamente: de un extremo a otro se debate en el nudo reptiliano de las imágenes, combatiendo en cada instante con la complejidad hormigueante de las cosas del espacio y la complejidad intervalar de las cosas del tiempo” (p. 179) [5].


Antecedentes: una historia de amor brujo

Es sabido que el estreno de El amor brujo, una fantasía popular que se convirtió de inmediato en icono de lo andaluz y lo gitano, trajo sentimientos encontrados. Hubo malas críticas y Falla decidió variar la obra, hacerla más sonora. Amplió la partitura para trasladarla del original grupo de cámara a una gran orquesta, al mismo tiempo que alteró partes del argumento. La versión para concierto se estrenó en Madrid un año después con mejor acogida y fue propuesta para una gira mundial. Si El amor brujo es una obra moderna, también lo es por sus miras globales, por su entendimiento del mercado. La versión que hoy escuchamos, la definitiva, se estrenó en París en 1925, con una gran orquesta y con Antonia Mercé y Luque, La Argentina, en el escenario. El amor brujo se convirtió en el mito que es ahora ya en los años cuarenta gracias a la interpretación de Encarnación López, La Argentinita. Este definitivo reconocimiento, como un trágico augurio, trajo la muerte de Falla y de la bailaora en el arco de pocos meses [7-8]. Era de esperar; la versión que interesa a Israel Galván, la que ahora relee, es la de aquel lejano 15 de marzo de 1915, la del malogrado estreno en el Lara de Madrid [6].

Más allá del título, El amor brujo es la trama de la obra. Los instrumentos de viento que acompasa la obra remiten a la inquietud por las cábalas, los malos presagios y los hechizos de Candelas, una gitana desesperada por la pérdida de su amante muerto. La música de la obra debe ser entendida como una explicación de los vaivenes sentimentales de Candelas; a veces oscura y deforme, otras, en forma de glissando, caótica y quejosa. Para conceptualizar los designios del amor de la mujer, Falla apela al impresionismo parisino del que provenía, pero también a los trémolos barrocos, aunque revisados en clave modernista y flamenca, como cuando el miedo paraliza a Candelas que cortejada por el gitano Carmelo siente como el espectro de su novio muerto boicotea sus furtivos momentos. Candelas recurre a la nigromancia calé, ritual anacrónico de danza en el que, junto a sus amigas, marcan un círculo mágico en el suelo, un Zisurrû tan antiguo como la propia creencia. Entonces la música se torna calma; el embrujo siempre requiere sosiego. Candelas quema incienso a la media noche y comienza su Danza ritual del fuego, el sortilegio para ahuyentar al visitante. Zumbidos y trémolos que señalan el pavor inmaterial, casi salvador, de la gitana; la explosión de El amor brujo, la fanfarria maestra en escala frigia, trascripción del ayeo, junto a la floritura orgánica que remite al corazón acelerado de Candelas.

La invocación tiene efecto. Carmelo corrompe a Lucía, amiga de Candelas y conocida por su fascinante belleza, para que espere con ellos al espectro, invocado en la majestuosa Danza de la media noche, y coquetee con él con el fin de confundirlo. Lucía acepta; canta la canción convenida en el hechizo; la Canción del fuego fatuo, tonadilla central de la obra, conjunción entre el amor y lo etéreo; composición de trinos, en escala dórica, por los que Falla recuerda que estamos en asuntos de espectros. Los versos cantados son evocaciones para el espectro que no puede evitar acercarse a la bella Lucía. Suena la melodía principal de El amor brujo, alegoría del éxito del conjuro, que da paso a una pantomima para generar un ambiente de expiación, de descanso. El trémolo de fondo, nos recuerda todavía la presencia de la muerte que se diluye en el juego del amor y de la confesión. Es la Danza del juego del amor por la que Candelas y Carmelo consuman su pasión y por la que Lucía concluye su intención. El maleficio, con las luces de la mañana, se consuma y el espectro se retira a su infinito descanso y las campanas, celebrando, resuenan en la última escena.


Desarrollo: un bailaor de otro tiempo

El amor brujo es la luz de un fuego zahorí que ilumina los designios del flamenco de vanguardia, el que se cuela entre el no tiempo de sus ritos y la renovación en sus postulados. La noche bruja se comporta como un espacio sin cronología, a merced de los conjuros, a la suerte de las candelas. La noche de la obra es una experiencia de la soledad, de cómo enfrentarse a los juegos del inconsciente. Una noche única para cada uno de sus moradores, con especial atención a Candelas la del nombre de fuego, con un tiempo propio para cada uno de ellos. Quién sabe si no es esa clausura compartida la que atrae a Galván, si no es la llamada a la que responde su empeño por la profundidad, por el fantasma. “En tal sentido, Israel Galván bien podría ser un bailaor por soleares: un bailaor que se mueve en carne viva en el substrato, en la materia de sus soledades. Por soleares, es decir: a causa de las soledades, para las soledades, a través de las soledades, por medio de las soledades, en lugar de las soledades” (p. 20) [9].

Con Valéry la danza apela a la sensibilidad más allá del mero signo [1]. La predisposición estésica debe ser comprendida en un lenguaje común del devenir, como si bailar no fuese más que contemplar un cuerpo moverse. Sin artificios ni barroquismos, bajo el sencillo y complejo motivo del motor de su movimiento. Que Israel Galván es un virtuoso se nota enseguida; basta fijarse en su forma de chasquear los dedos. Sin embargo, al iniciar sus coreografías, él mismo se resume en gestos sencillos, parece no querer mostrar su genio. Durante sus espectáculos, el espectador mira, observa, contempla, testifica y aguarda. Ante Galván, uno siempre espera. En una de sus múltiples formas de aparición, demuestra “humildad, laconismo, temeridad inocente [y] con ello […] inventa una nueva forma de grandeza en el mundo del baile flamenco y, sin la menor duda, en el mundo del arte en general, nuestro caro arte contemporáneo. Laconismo y humildad hacen del artista un personaje cuya psicología resulta difícil de comprender: crea Pathosformel sin patetismo, puras fórmulas para el padecer, o sea, para el ser afectador de cuerpo y para el acto expresivo de su danza” (p. 25) [10]. En su soledad, Galván honra su apego por lo pobre, opera como fuerza original a pesar de su virtuosismo; baila para alterarse, para adentrarse en lo múltiple que conlleva.

Esa alteración puede verse como un ejercicio fundamental deducido de algún momento intemporal, desde que “el hombre se ha dado cuenta de que poesía más vigor, más agilidad, más posibilidades articulares y musculares de las que necesitaba para satisfacer las necesidades de su existencia, y ha descubierto que algunos de esos movimientos, mediante su frecuencia, su secesión o amplitud, le procuraban un placer que alcanzaba una especie de embriaguez, a veces tan intensa que sólo el agotamiento total de sus fuerzas, una especie de éxtasis de agotamiento, podía interrumpir su delirio, su exasperado gasto motriz” (p. 175) [1]. La danza, como otras formas del arte, es una potencia a la que nuestro pensamiento y nuestra percepción ha ido encontrando “poco a poco una especie de necesidad y una especie de utilidad” (p. 177) [1]. Galván baila para hacer un necesario de lo inútil, como todos los artistas que entendieron que la posibilidad de construcción de otredades viene condicionada por la ambición filosófica de esa arquitectura creativa. Valéry recuerda que los filósofos son los especialistas de las imágenes; a sus espaldas hay muchas, desde espejos a cavernas, pero erra insistentemente a la hora de explicar la ilusión de la danza. No queda más remedio, pues, que retomar la original cuestión; qué es la danza, a lo que Valéry, con San Agustín y su interrogación al Tiempo en la cabeza, responde: “la Danza, se dice, después de todo es solamente una forma del Tiempo, es solamente la creación de una clase de tiempo, o de un tiempo de una clase completamente distinta y singular” (p.179) [1]. Israel Galván baila con el único fin de hacer de la danza una forma del tiempo, de ahí que suceda, ante el genio del bailaor, que uno parezca estar en otro momento, el de la metáfora, en el revolucionario tiempo de la poesía, empujado por el inconfundible desorden entre espacio y tiempo. Galván baila en soledad, en un tiempo propio que genera una frecuencia lejana, como un ruido de fondo, el rumor de lo irresuelto, la suspensión de la espera.

Esperar, que etimológicamente remite a la esperanza, a tenerla, sugiere una quietud en el individuo, un paradójico sosiego. Henri Bergson supo erigir toda una filosofía del tiempo para contestar a una pregunta fundamental, ¿qué es cuando los relojes se paran? Bergson hace una doble distinción del tiempo; una ideal y otra experiencial: el tiempo y la duración. Un reloj, contador material de la experiencia no es más que una abstracción; para acceder al tiempo es necesario comprender la duración, tiempo experiencial que no responde a la medición fijada del tiempo. Para Bergson, la duración es una experiencia psicológica: “La existencia de que estamos más seguros y que conocemos mejor es indiscutiblemente la nuestra, porque de todos los demás objetos poseemos nociones que pueden juzgarse exteriores y superficiales, mientras que a nosotros mismos nos percibimos interiormente, profundamente. ¿Qué comprobamos entonces? ¿Cuál es, en este caso privilegiado, el sentido preciso de la palabra existir?” (p.15) [10]. Así, fundamenta la duración como la demostración personal de pasar de un estado a otro, una consciencia de cambio que nos empuja a vivir, de forma permanente, en ese paso. Pero bastaría un poco de atención para notar que no hay estado de resolución que no esté en permanente cambio; el estado de ánimo es ya en sí un cambio. La duración bergsoniana requiere, por tanto, la asunción de que la experiencia es previa a la medición del tiempo.

Israel Galván sabe, en la intensidad de su despliegue, que la duración lo es todo o, mejor, es el todo. Bergson recurre a un terrón de azúcar para demostrar que, aun pudiendo experimentar la categorización del tiempo en presente, pasado y futuro en un despliegue continuo, la sucesión es real [10]. Una cuarentena es, por definición, una espera, una fábula análoga a nuestro devenir temporal. El bailaor reconoce haber esperado hasta el encuentro con Falla. Lo que en un momento fue motivo de huida, se convierte ahora en una consecuencia de lo vivido, en una derivación del tiempo como experiencia. Es en la espera, en esta y en todas, cuando experimentamos el tiempo. Ahora bien, ¿qué queremos decir cuando decimos, con Bergson, que percibimos el tiempo en la espera? En principio, la espera parece un acto contrario a la voluntad, al que nos enfrentamos desde la resistencia. Por eso lo que acontece en la espera es siempre un descubrimiento, la revelación del tiempo. “Experimentamos el tiempo cuando éste no se adecua a nuestra voluntad, cuando el tiempo se sucede de un modo distinto o contrario a como pensábamos que tenía que transcurrir. El tiempo debería pasar de manera que no tuviéramos que pensar en él” (p. 21) [10]. Así ha pasado la primavera de 2020, en su singularidad temporal, y así llegó Israel Galván a El amor brujo, sin pensar demasiado en ello, en un devenir semiconsciente. Para que el tiempo alcance el plano de la consciencia, esto es, su posibilidad de medición estable debe, según Bergson, coincidir con mi impaciencia, es decir, con una determinada porción de mi duración en mí:

“Pero, ¿qué significa mi duración?; ¿qué es la duración? Aunque vivida, no parece que podamos pensarla. ¿Cómo podemos entonces ser conscientes de ella? ¿Cómo la sentimos? La respuesta parece estar en el deseo -deseo frustrado- de prolongarla o reducirla. Nos gustaría alargarla o acortarla, es decir, medirla y ajustarla, para someterla, adecuarla, a nuestro deseo. Pero es precisamente en la frustración de este deseo cuando, en la espera, adquirimos conciencia de la duración: la duración es eso que no podemos ni pensar ni medir. Este tiempo que sentimos, que sobrellevamos, que el que duramos conscientemente, nos parece lento, espeso, opaco, a diferencia de ese tiempo transparente, apenas visible, en el que logramos cumplir nuestros propósitos y atender nuestras citas” (p. 47) [11].


Conclusión: el fin de la espera.

La gestión política de las epidemias, en palabras de Paul Preciado, pone en escena la utopía de comunidad y las fantasías inmunitarias de una sociedad, externalizando sus sueños de omnipotencia (y los fallos estrepitosos) de su soberanía política [12]. En España el proceso de desescalada, dividido en fases, fue, progresivamente, ampliando las posibilidades de consumo de la población en orden de importancia económica. Los Teatros del Canal fueron los primeros en reabrir sus puertas y lo hicieron recuperando, con licencias, el programa previsto para el XXXV Festival Internacional Madrid en Danza. El miércoles 17 de junio de 2020 fue el día escogido para inaugurar la denominada Nueva Normalidad; lo que parecía que no ocurriría, acabó pasando. Israel Galván con El amor brujo, sería el encargado de abrir esta nueva vida definida por distanciamiento social, mascarillas y gel hidroalcohólico.

Pocos momentos son tan satisfactorios como la comprobación experiencial de una teoría previa. Desde mi butaca pude acreditar que la presencia de Israel Galván adquiría, en su devenir, un fundamento temporal. Galván, que respeta la división original propuesta por María Lejárraga, aparece travestido de Candelas, esperpéntica y exagerada, que requiere con su presencia, con sus extrañezas y arrebatos una energía que sólo puede ocurrir en el espacio denominado para ello. La potencia de Galván se siente (como su respiración, su zapateado y su rareza) en un valor en derroche estésico que es resultado de la insistencia del investigador interesado y ávido que es. Las formas del flamenco, su pathos que, como el fuego fatuo, destella en la deconstrucción de un bailaor empeñado en formar, a través del estudio de la supervivencia de los modos, su propio espacio dentro de los anales de la historia del baile flamenco como arte contemporáneo. Acompañado por el cante de David Lagos y por un piano, el de Juan Rojas, dilatado en sus posibilidades, Galván cristaliza su venganza contra tablaos y latiguillos de oficio, se hace hosco y desengañado, que se presiente a sí mismo como el arriero del futuro, como un acróbata de la supervivencia, como un virtuoso de lo nuevo.


Referencias documentales

  1. Valéry P. 1990. Teoría estética y política. Madrid: Visor.
  2. Warburg A. 2005. El renacimiento del paganismo: Aportaciones a la historia cultural del renacimiento europeo. Madrid: Alianza.
  3. Salas R. 2005, 8 de noviembre. Israel Galván y Lucía Lacarra obtienen el Premio Nacional de Danza 2005. El País. https://elpais.com/diario/2005/11/8/espectáculos/1131404403_850215.html. Consultada 12 may 2020.
  4. Mora M. 2015, 14 de mayo. “La metamorfosis de Kafka es mi autobiografía”. Revista Contexto y Acción. https://ctxt.es/es/20150514/culturas/1050/Morente-flamenco-baile-Israel-Galván-Mario-Maya.html. Consultada el 12 may 2020
  5. Didi-Huberman G. 2009. La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Madrid: Abada.
  6. Velázquez-Gaztelu J. 2019, 22 de febrero. Israel Galván, un brujo enamorado de Falla. El Cultural. https://elcultural.com/Israel-Galvan-un-brujo-enamorado-de-Falla. Consultada 12 may 2020.
  7. Gallego A. 1990. Manuel de Falla y El amor brujo. Madrid: Alianza.
  8. Burnett JD. 1979. Manuel de Falla and Spanish Musical Renaissance. Worthing: Littlehampton Book Service.
  9. Didi-Huberman G. 2008. El bailaor de soledades. Valencia: Pre-textos.
  10. Bergson H. 2016. Memoria y vida. Madrid: Alianza.
  11. Schweizer H. 2018. La espera. Melodías de la duración. Madrid: Sequitur.
  12. Preciado P. 2020. Aprendiendo del virus. El País. https://elpais.com/elpais/2020/03/27/opinion/1585316952_026489.html. Consultada 18 jun 2020.